.- Crónicas pandémicas. Fragmentos

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Cuauhtémoc Blas

 

“Papá, dos compañeros ya no han entrado a zoom, van a reprobar”, me dice mi chato cuando un par de niños se ausentaron. Con mi hijo pequeño batallamos al principio, sin indicaciones de los maestros que estaban en las mismas, puestos a dar clases a distancia sin capacitación.

 

Al paso de los días las actividades mejoraron. Ni siquiera atinaron a pedirnos crear una cuenta de zoom. Bisoños pero exigentes, una falla a sus órdenes era suficiente para que cerraran el acceso al alumno. Por esos días un investigador de la UNAM aclaró que es muy distinto dar clases en el salón que a distancia. Poner al profe de un lado de la computadora y al alumno del otro, no sirve, sentenció.

 

Además, algunas localidades y colonias sufren un pésimo servicio de Wi Fi, o los padres sin dominio de internet no pudieron auxiliar a sus hijos. De hecho, sin los papás no es posible que los alumnos de primaria accedan a esta dinámica.

 

En estas condiciones de contingencia, habrá que buscar una escuela competente en educación a distancia, con tecnologías avanzadas. La mayoría solo sabe cobrar, cada vez más caro, sin reinvertir en actualizaciones. Y eso que no son de la Sección 22 y sus títeres del IEEPO, quienes sin más dieron por terminada las clases, total ya llevábamos el 60 por ciento del programa, dijeron, o sea los alumnos ya tenían 6 de calificación. ¡Esos sí son héroes!

 

Mezcaleros en la ruina

 

El maestro mezcalero de por los rumbos de Tlacolula, me llama para pedir que le compre una medida de mezcal. Siempre me deja dos litros. Cinco litros son muchos, le digo.

 

Quedamos de vernos en un súper del Periférico, lo encontré con sus garrafas y su gorra vieja, sin cubrebocas. Me levanté el sobrerito en señal de saludo, antes que extendiera la mano. Era obvio que no creía en el coronavirus ni bicho alguno. Sonreía burlón.

 

Me platicó que le cancelaron un embarque mensual a Monterrey, cincuenta litros. Unos buenos miles de pesos. Digamos que su raya del mes. Mezcalerías y restaurantes cerrados, me dijo. Denotaba angustia, le compré la medida de mezcal, la mitad pagada en efe y la mitad a su cuenta de Coopel en la semana. Aceptó contento. Recordé a la abuela: “Cuando te quieren vender compra”.

 

Llamé a algunos conocidos para ofrecer su mezcal, nadie jaló. Quién sabe qué pensarán, si me toca moche, si quedo bien, o quieren tomar buen mezcal de gorra. Lo más seguro es que sean de la legión de esnobista del mundo mágico del mezcal que no te emborracha sino “te pone”.

 

Semanas después una amiga me avisa que traerán un mezcal arroqueño, de los exóticos finos, a 600 pesos la medida. No puede ser, le dije, tendría que catarlo. Digo, quizá no alcance a percatarme que es arroqueño o su madre cuishe, pero sí de que sea mezcal.

 

Esos mezcales exóticos, riqueza de diversidad presumida por sus beneficiarios, comerciantes e intermediarios, la verdad los pruebo con gusto, como diferentes, pero el mezcal derecho, el que tiene una definición seca y fuerte, sin dulzonerías es el Espadín. De ahí soy.

 

Sin embargo, le entro a fortalecer esas economías, si me dan fiado. Nunca sobra tener una cava, para agasajar a parientes y amigos en los cumpleaños cuando esto disminuya, no como dice la manada de cursis con seudo poemas en Face, “para cuando todo esto pase”. Como si el virus estuviera de visita. Se quedará a vivir con nosotros, manitos.

 

Al siguiente arribo de mi mezcalero a la Ciudad de Oaxaca ya portaba cubrebocas. ¿Cómo está la cosa?, preguntó, ¿cuándo acabará esto? Una digresión, uno siempre dice “mi”, mi mecánico, mi médico, mi mujer. Ninguno es nuestro o nuestra, nos brindan un servicio o compañía, pero no son “mí”. Incluso, muchas veces no están ni siquiera con uno sino al contrario, con toda amabilidad nos ponen una chinga.

 

Casi todos los mencionados fincan su prosperidad en tener sus recepciones llenas, abundan los mecánicos y médicos enriquecidos, más los últimos. El caso de “mi mujer” o “mi marido”, es aparte, para otra ocasión, no me vayan a leer orita que hay que estar en casa.

 

El mezcalero, mi proveedor a granel, de calidad y a buen precio, con quien he trabado amistad y hasta quiso ser mi concuño, no cree en el virus. Si se ha colocado el cubrebocas es para no desentonar, para que lo dejen subir al autobús, pero no crean que comprará otro, con éste nomás que lavará hasta la consumación de todos los picos de la pandemia.

 

Esta temporada acabó con el eslogan ese de que Oaxaca es tierra de mezcal, nunca supe de una fiebre por esa bebida espirituosa, elixir de los dioses, mayahuel y demás. Oaxaca es tierra de cerveza, de caguamas y latas codiciadas que se compran al precio que sea. Recordé el dicho de una señora aficionada al consumo de cerveza en el Istmo: “Que suba, pero que no falte”.

 

Por aquellos días de pandemia

 

Fue por aquellos días de pandemia cuando retomé mi actividad onírica y empecé a matar cucarachas y moscas con las manos, total debía lavármelas a cada rato. También sembré por fin el limonero, les perdí la compasión y eché folidol a las hormigas.

 

Así debí iniciar este escrito sobre nuevos días difíciles. Cada que hay un tiempo duro, me da por escribir. Cuando el terremoto de 2017 lo hice. No recuerdo como inicié, pero sin duda usé palabras domingueras.

 

Hay qué pulirse en estos casos, uno habla nada menos que para la posteridad, quizá después haya alguno que diga, “veamos qué escribían en sus desastres esos jodidos”. Bueno, jodidos algunos, otros muy exitosos colegas, arribistas, editores y diseñadores, vendedores de facturas, promueven enérgicos, caviar en mano, #quédateentucasa.

 

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