Linchamiento: la (in)justicia de los pobres

linchamiento_a_ladrones_ok1“Cuando cayó el muchacho, el hombre se le fue encima y lo remató a balazos. Por entre el carrerío detenido (…) se perdió el asesino. El ‘presunto’ asesino, como diría la  prensa hablada y escrita, muy respetuosa ella de los derechos humanos. Con eso de que aquí, en este país de leyes y constituciones, democrático, no es culpable nadie hasta que lo condenen, y no lo condenan si no lo juzgan, y no lo juzgan si no lo agarran, y si lo agarran lo sueltan… la ley de aquí es la impunidad”.

Este pasaje, que podría ser la descripción de un día común ya en cualquier parte del país, es un retrato que hace Fernando Vallejo de la violencia de su natal Colombia. En La Virgen de los Sicarios, muestra los límites que había alcanzado la descomposición social en su país. Como en México, se enmarca en un contexto de una alta presencia del crimen organizado ligado al narcotráfico; en nuestro país, también la policía y el ejército hace rato que están en las calles; allá, como acá, con esa pantalla del crimen organizado se pretende esconder el clima de degradación política y descomposición social de esas sociedades, sin ver que no es sino una manifestación de lo mismo; al igual que en estas tierras prevalece una gran impunidad.
Oaxaca, no sólo no escapa de esta dinámica, sino que incluso se agudiza en algunos aspectos. Si ya hace rato que hablábamos de la violencia con motivos políticos, aquella que tiene que ver con la disputa por el poder, en fechas recientes se sumó a la inseguridad derivada de la delincuencia organizada. Y, sin ser un fenómeno nuevo, si es motivo de alarma la aparición de hechos en que la población hace justicia por su propia mano.

linchamiento_ok_2Linchamientos en Salina Cruz y Pueblo Nuevo
Las cruentas escenas en Salina Cruz, el pasado mes de febrero, con el linchamiento de un adolescente, que en otros tiempos o naciones serían motivo de gran preocupación de la sociedad y de una movilización inmediata de las autoridades, pasaron casi desapercibidas en Oaxaca. Salvo los medios de comunicación que se ocuparon del tema, el asunto no mereció mayor respuesta de las autoridades y fue muy exigua de la sociedad.
Una alarma que debe acrecentarse por la saña con la cual se efectuó ese linchamiento. El joven delincuente fue trasladado a varios sitios antes de ser asesinado a golpes para que luego le prendiesen fuego. La crueldad con que actuaron los taxistas muestra precisamente los grados a que ha llegado la descomposición social. Y, una agravante más, testigos de la escena lo fueron elementos policíacos, que no hicieron nada por impedirla.
Lo más grave es que, a fuerza de su repetición, los hechos violentos van tomando carta de naturalidad en la sociedad oaxaqueña. No pasaron más de diez días del suceso en la ciudad istmeña, para que se repitiera: en Pueblo Nuevo, en el perímetro de la capital estatal, una turba intentó linchar a un asaltante. Aquí si intervino la fuerza pública y, tras un enfrentamiento en el que se tuvieron que hacer disparos al aire y emplear gases lacrimógenos, pudieron rescatar al presunto delincuente y a un policía que había sido retenido por la masa.
Dos semanas después en la costa oaxaqueña se presentó un intento de homicidio en contra del párroco de Merced del Potrero, San Miguel del Puerto, sin embargo, vecinos se dieron cuenta del ataque y los persiguieron, al tiempo que tocaron las campanas para convocar al pueblo. Resultado: aprehenden a uno de los agresores; las cerca de 200 personas ahí reunidas proponen hacerle un juicio sumario y lincharlo. Si bien aquí, piden la presencia de la policía a la cual, tras negociaciones con las autoridades locales, les entrega al delincuente, mientras que otro más es capturado por los elementos de seguridad.

Los antecedentes
¿Qué está sucediendo que se presentan casos de esta naturaleza con tanta frecuencia? Y en las últimas dos décadas hay otros no menos escandalosos en Oaxaca: En San Blas Atempa y Magdalena Tequisistlán, en el Istmo; en Río Chiquito, Jocotepec, en el Papaloapam. Quién no recuerda también el linchamiento, transmitido en horario estelar en el caso de San Juan Ixtayopan, en Tlahuac, en plena zona metropolitana del DF. Y los recientes intentos de esta venganza personalizada acaecidos en el Estado de México e Hidalgo.
Por supuesto, quienes se han dado a la tarea de seguir y analizar este fenómeno social, destacan que aunque para que se presenten concurren una serie de variables sociales, culturales y económicas, hay dos factores recurrentes linchamiento: 1) Una fuerte vulnerabilidad socioeconómica, es decir, escenarios de marcada pobreza y precariedad social o inmersas en crisis económicas; y 2) La ineficacia de las instituciones estatales encargadas de garantizar tanto la seguridad pública como la aplicación de la justicia.
Sin embargo, es de notar la crueldad que se da cuando se presentan estos fenómenos, no sólo la derivada ya del hecho de cegar una vida humana, sino la saña que se emplea para ello.
Hechos que, más allá de la nota roja, deben explicarse en el contexto en que se presentan. En los últimos años se han incrementado esta serie de desafortunadas acciones. Varios factores las explican.

Pobreza e impunidad, entre las causas
Uno es que el modelo neoliberal, al ser impulsado, precarizó a grandes masas de la población. De esta manera, ante las modificaciones de las condiciones cotidianas de reproducción social, el aumento del desempleo, pobreza, marginación, delincuencia, deserción escolar, en general, ante la fragmentación producto de los reajustes, lo que se tiene es el trastocamiento del campo social, caracterizado por los desarreglos en las formas particulares en que estos funcionaban, en la modificación de estrategias que la sociedad tenía para interactuar en ella.
Esto se prueba al ver que a partir de 1982, el índice de linchamientos presentados (considerando no sólo los que cegaron vidas, sino también los que quedaron en el intento) aumentó en México. De un promedio de entre 3 y 4 casos en esa década, ascendieron a decenas para los 90s. En los años posteriores a la crisis del 94, crecieron hasta alcanzar 40 casos en 1995, 47 en 1996 y 38 en 1997 (Antonio Fuentes Díaz. “El Estado y la furia”. El cotidiano 131). Ahora, tras la grave crisis que atraviesa México, hemos visto en los dos últimos años, que estos hechos se presentan con mayor frecuencia. En Oaxaca, en menos de un mes se presentaron los tres casos a los que hacemos referencia.
Asimismo, de ser hechos que anteriormente se presentaban casi siempre en zonas rurales, se han ido urbanizando paulatinamente (como dos de los casos reseñados en este texto: Salina Cruz y Pueblo Nuevo).
La ciudad de México, seguido de Chiapas, Oaxaca, Estado de México, Puebla y Morelos, son las entidades que concentran un mayor número de casos.
La frecuencia de los linchamientos habla también de la debilidad de las instituciones. Según estadísticas del Instituto Ciudadano de Estudios Sobre la Inseguridad, en México se sentencia apenas a 24 personas por cada mil hechos delictivos conocidos por las autoridades, es decir de los que quedan registrados oficialmente. Al considerar los delitos realmente cometidos en el país, tenemos que se sentencia a siete de cada mil, lo que equivale al 0.7 por ciento; por lo tanto, el 99 por ciento quedan impunes. Ahora, si se consideran sólo las averiguaciones previas iniciadas durante los últimos años la eficiencia del sistema de justicia es, en promedio, cuando más del 3.8 por ciento. Es decir por cada 100 personas de las cuales se presume su responsabilidad en hechos delictivos, sólo se sentencia a poco menos de cuatro (www.icesi.org.mx).
La impunidad nos habla, como en el caso de Oaxaca, de una ineficiencia del poder judicial y del ministerio público; pero también de complicidades. En un reciente informe de evaluación sobre la independencia del poder judicial en Oaxaca (www.deplf.org), se muestra como éste se encuentra subordinado al poder ejecutivo, devela la existencia de “jueces por consigna”, que sólo acatan instrucciones para juzgar o liberar a personas sin importar si son inocentes o culpables y, en cambio, tienen un gran rezago para los procesos que se encuentran en su jurisdicción.
Así, en parte los linchamientos son producto de graves fallas, irregularidades, prácticas de corrupción, falta de profesionalización y leyes obsoletas que caracterizan la inoperabilidad de las instituciones. Por eso  la población ya no confía en ellas y prefiere tomarse justicia por mano propia.
También abona en ese sentido el clima de inseguridad que priva y, por supuesto, la ineficiencia de los cuerpos policiales. Por ello el detonante de estos sucesos, en un gran número de casos son robos y asaltos.

Justicia por mano propia
Los métodos empleados para materializar el linchamiento, aunque parecieran cosa secundaria no necesariamente lo son. Cerca de la mitad de los linchados son muertos a golpes. Esto se explica porque así se genera un ejercicio simbólico de justicia por mano propia.
La golpiza hace más indiferenciado al autor efectivo del hecho y refuerza una dimensión colectiva que favorece en el imaginario de los linchadores la idea de que es “la comunidad”, “la gente”, “el pueblo” quien comete el linchamiento, eludiendo el involucramiento individual.
Frente al carácter frío o distante del disparo de arma de fuego, y a la fácil identificación de quien oprime el gatillo, los golpes, el ahorcamiento, el fuego, incrementan el sentimiento de involucramiento directo, personal, en la comisión del hecho, sin que ninguno pueda ser responsabilizado o se sienta responsable, individualmente, del resultado final.
Esto último ayuda a entender, asimismo, la aparente incongruencia entre la aplicación intencional de castigo físico brutal, y la afirmación posterior de que no se pretendía la muerte de la víctima. La incoherencia no obedece simplemente a un intento oportunista para disculpar el resultado –aunque tampoco lo excluye–. Se trata más bien de la constatación de la desproporción entre la contribución individual al linchamiento, y el efecto agregado de la acción colectiva, que al fin no es sino la suma de contribuciones individuales. (Carlos M. Vilas. (In)justicia por mano propia: linchamientos en el México contemporáneo. Revista Mexicana de Sociología 1/2001).

El estado ausente
Un elemento sustancial de los linchamientos, es la negativa a dejar en manos de las instituciones el proceso y castigo al culpable; e incluso, en ocasiones, las víctimas son arrancadas de manos de las autoridades (como sucedió en San Blas Atempa o en Magdalena Tequisistlán); se hace en presencia de ella (Salina Cruz) o aún se le enfrenta para intentar lograr su cometido (Pueblo Nuevo); en el mejor de los casos se tiene que “negociar” la no ejecución de la víctima (Merced del Potrero).
Si consideramos que el monopolio de la violencia legítima la tiene el Estado y que la garantía de seguridad es la razón esencial de su existencia, en la aparición cada vez más frecuente de estos hechos (más allá de si culminan con la muerte de los inculpados o quedan sólo en intentos), se puede apreciar su debilidad. Un peligro que la justicia se vuelva a privatizar y quede en manos de todos y de nadie.
Pobres contra pobres
Como coinciden los estudiosos del tema, el linchamiento se presenta, fundamentalmente, como violencia de pobres contra pobres, unos y otros compartiendo la misma falta de justicia institucional. Ilustra, por lo tanto, respecto de la discriminación por sesgos étnico-culturales y de clase en el acceso a las instituciones públicas, incluso en cuestiones básicas como la vida, la libertad, la dignidad o el patrimonio de las personas. Es el Estado ausente.
Como señala José del Val: “Los linchamientos son el ejemplo más dramático de que existen zonas en el país donde el estado de derecho es una aspiración y no una realidad. En la mayoría de los linchamientos los habitantes de un pueblo han llevado ante las autoridades lejanas a sus comunidades a un delincuente mayor que ha salido al poco tiempo y ha regresado a cometer barbaridades. Ante la incapacidad del sistema de justicia para hacer lo propio, los pueblos actúan en legítima defensa. Esos no son los “usos y costumbres” de ningún pueblo indígena de México, es el resultado de la desesperación de cualquier grupo humano ante la ausencia de justicia”.
En ningún caso, por supuesto, se exculpa la barbarie que hechos de esta naturaleza conllevan. Como señala Vilas: Comprender un fenómeno no implica aceptarlo; entender las causas de los linchamientos o encontrarles explicación no debería conducir a una justificación de los mismos. No hay que confundirnos respecto del carácter profundamente brutal, injusto e inhumano del linchamiento, así como de su intrascendencia para resolver los problemas que lo detonan.
Por el contrario, se alerta de la pasividad de la sociedad ante la reiterada aparición de este fenómeno. La indignación, el estupor, la protesta, que antes eran la respuesta a las manifestaciones de violencia, ahora se dan cada vez más tímidamente, cuando no hasta se justifican esos hechos, reflejando la involución generalizada de la vida política-social de la sociedad oaxaqueña.
Tal parece que, como dijera el periodista israelí Gideon Levy al comentar las frecuentes incursiones del ejército israelí en Gaza y la violencia terrorista de Hamas: “nuestros corazones se han endurecido y nuestros ojos se han nublado”.

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