México: La inviabilidad de una nación PRIMERA PARTE

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mexico_unavailablePaulino Castellanos
El presente ensayo del intelectual oaxaqueño Paulino Castellanos es una acometida, al tiempo que cruda y objetiva, también valiente a la realidad nacional. Los pasos de nuestra historia para constituirnos como nación con futuro no fueron los adecuados. Copiar o adaptar modelos extranjeros ajenos a nuestra idiosincrasia no hizo propicio el verdadero desarrollo productivo, con una industria que impulsara la producción de tecnologías y bienes de capital.

 


A falta de una clase empresarial creativa, el Estado inventó a los empresarios mexicanos quienes nunca dejaron sus heredadas características de comerciantes aztecas y coloniales. Otras veces sólo como representantes de empresas extranjeras. Improbable así el desarrollo productivo de una economía. De ahí que la conclusión del ensayista sea lapidaria: México, por su devenir histórico, se ha vuelto inviable como nación.

Políticas de gobierno diseñadas fuera de contexto
La generalidad de las opiniones referidas al desarrollo de un país, parten muchas veces de juicios que no son respaldados por la historia de la mayoría de las naciones. Uno de ellos sostiene que el crecimiento económico, y por lo tanto el desarrollo, es alcanzable con tasas de ahorro e inversiones elevadas y constantes, en un ambiente de bajos niveles inflacionarios. En los últimos años, a ese planteamiento se han agregado cuestiones como el respeto al marco legal y el medio ambiente como factores que inciden en el crecimiento.
Esta concepción simplista de los componentes del desarrollo privó prácticamente en las tres décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial, y dominó las políticas económicas de la región latinoamericana. Incluso esa idea privaba, con distintas variantes, en organismos como la CEPAL (Comisión Económica para América Latina), el BID y la misma OEA. Sin embargo, el desenvolvimiento en las últimas dos décadas de la economía internacional y del mundo subdesarrollado revelan sin género de duda, que las condiciones para lograr el desarrollo son mucho mayores y más complejas que el simple aumento de la inversión y el ahorro. Para empezar, el desarrollo económico es un proceso social (con fuertes connotaciones políticas) y no la simple combinación afortunada de un puñado de variables.  
Caro ha resultado al mundo subdesarrollado olvidarse de este principio básico, que el desarrollo es, en su sentido profundo, el consenso de decisiones políticas para alcanzar mejores niveles de vida de una sociedad, para lo cual necesita un contexto de vigencia de la institucionalidad, de la legalidad un fuerte componente cultural. El proceso de desarrollo se enfrenta a estructuras sociales y productivas que vienen, a veces, de tiempos en que se edificaron las conductas nacionales, cuestiones que ahora facilitan o impiden el progreso. Por lo mismo, en las características específicas del  proceso social de un país es donde está el secreto del desarrollo o la pertenencia al subdesarrollo. En ese sentido, la deficiencia de la teoría económica y de los diseñadores de las políticas gubernamentales de nuestros países, está en que hicieron tabla rasa de las diferencias y especificidades regionales de acuerdo a las cuales habría que modelar cada política pública.
En otras palabras, una fórmula determinada para acceder al desarrollo carece de universalidad porque los países no tienen una historia común. Diferentes en geografía, demografía, cultura, conformación del poder, tipo de instituciones, etcétera. Dichas características hacen toda una diferenciación, lo cual repercute no solamente en el campo del desarrollo económico, sino en otras esferas y formas de ser de las naciones.
La evolución de un país estará influenciada por la carga de su pasado que, salvo saltos históricos, estará marcando también las pautas de su futuro. Mencionamos lo anterior, para reflexionar sobre si las políticas llevadas a cabo en décadas pasadas ayudaron o no a darle viabilidad desde el punto de vista político y productivo. A eso dedicaremos las siguientes líneas.
Estructura productiva, siempre a la zaga
No decimos ninguna novedad si afirmamos que México y lo mexicano surgió de la conquista y del periodo colonial. El mestizaje, tanto como la realidad monárquica y feudal de España, marcaron el cuerpo social, productivo y psicológico de la, en ese entonces, naciente sociedad mexicana. La España atrasada no iba a trasmitir un ethos pujante y moderno a su Colonia. Le heredó las encomiendas, la cultura de “hacer las Américas” y la religión con sus curas y fueros, es decir, una estructura feudal.
En la parte final del siglo XVIII, mientras Inglaterra entraba de lleno a su segunda etapa de la revolución industrial inundando los mares con sus mercancías, en la Nueva España, el cura Hidalgo porfiaba en la periferia de Dolores el cultivo del gusano de seda, actividad prohibida por la Metrópoli, que temía toda competencia de la Inglaterra colonial. En el momento de la independencia, México era un país con una agricultura de autoconsumo, sin adelantos técnicos y una industria inexistente. En 1837 se empezaron a establecer en el corredor Río Blanco-Tlaxcala-Puebla las primeras fábricas de textiles. Pero esa incipiente industrialización no tuvo condiciones para su desarrollo debido a las guerras civiles que asolaron al país durante gran parte del siglo XIX. Fue a partir de la consolidación del régimen de Díaz, en las dos últimas décadas de ese siglo, cuando la economía mostró signos de estabilidad y crecimiento.
Cuando eso sucedió, los países centrales, hoy desarrollados, ya habían adquirido otros niveles de organización política y desarrollo económico que las naciones pobres no pudieron alcanzar. No lo podían hacer entonces y tampoco en los años venideros por la sencilla razón de que no salieron de la etapa colonial con una estructura de organización política y productiva que les permitiera, después de la independencia, retomar el camino que habían seguido en siglos anteriores. Pesaba el pasado. Fue en el último cuarto del siglo, en pleno porfirismo, cuando nuestro país se incorporó al mercado mundial, ya en pleno capitalismo, en calidad de proveedor de materias primas para las metrópolis. Esta nueva función habría de determinar el futuro y condenaría a otras naciones pobres a su condición de subdesarrollados. Su integración  a la economía mundial le asignó una función en la nueva división del trabajo.
México sin revolución industrial
La fabricación de materias primas en una sociedad sin vocación y sin cultura productiva, propició a su vez la conformación de una estructura social y política sin la existencia de una clase empresarial que emprendiera el proceso de industrialización. Y lo más importante, la edificación de un Estado Nacional. Proceso que no es posible realizar sin una previa revolución industrial, realizada siempre por la clase más dinámica de su tiempo: la burguesía industrial. Esta clase, más los procesos productivos a los cuales impulsa, forman, en la lógica de una sociedad dinámica, una unidad que se fortalece con el tiempo y cristalizan en el Estado.
Esto quiere decir que la condición de subdesarrollo (realidad que expresa condiciones de sujeción económica y política) no es un dato técnico sino la manifestación de una sociedad montada en la disfuncionalidad estructural.
En la época de Díaz se desarrolló cierta industria ligada a la construcción de los ferrocarriles, que después se destruyó al advenimiento de la revolución, reanimada poco después con los gobiernos de Carranza, Calles y Obregón. La estabilidad y consolidación  logradas por el nuevo grupo en el poder  surgido en la pos-Revolución, es lo que a la postre se conoció como el Sistema Político Mexicano, mismo que alcanzó su etapa más alta con Lázaro Cárdenas, quien inauguró la etapa del presidencialismo que duró el resto del siglo XX. La industrialización en México, como política de Estado aunque impulsada y condicionada por circunstancias foráneas, se inició al final de la segunda Guerra Mundial. Al término del conflicto se registró una expansión de los capitales principalmente hacia los países del subdesarrollo con potencialidades de crecimiento como México, Brasil y Argentina.
Nuestro país ofrecía estabilidad política, creciente mano de obra calificada, recursos naturales abundantes y un mercado interno al alza. En los años 50 y 60 se asentaron en suelo mexicano todo tipo de industrias: automotriz, químicas, farmacéuticas, implementos agrícolas, etcétera. Todas extranjeras y con dominio absoluto de sus respectivos mercados. En beneficio de esas industrias fue diseñado un sistema proteccionista para resguardarla de la competencia internacional. Era la exigencia para establecerse en el país, aunque muchas de esas plantas industriales eran contaminadoras y obsoletas en sus países de origen. La llegada de dichas firmas, no obstante generó un clima de optimismo en los medios mexicanos y hasta se hablaba del inminente desarrollo mexicano.
La industrialización se llevaría a cabo vía sustitución de importaciones y utilizando las divisas generadas en la agricultura. La revolución verde (hallazgo de las semillas mejoradas), subsidiaría a la industria mientras ésta pasaba de la infancia a la edad madura, cuando la industria llevaría, a su vez, la modernización a la agricultura mexicana. Se albergaban esas expectativas. La lógica desarrollista se fincaba en que la sustitución de importaciones empezaría sustituyendo bienes de consumo duradero, después bienes intermedios, hasta terminar sustituyendo bienes de capital, última etapa en la cual, era la suposición, habríamos arribado a la condición de centros desarrollados. En esa tesitura, al final del proceso serían los bienes de capital los últimos en sustituirse, pues se habría intensificado hacia el interior la red industrial y la densidad económica del país. Dicho proceso traería consigo la creación tecnológica en los diferentes espacios de la cadena productiva.
Durante el Desarrollo Estabilizador (1958-1970), no hay duda que se lograron altas tasas de crecimiento (6.5%), con un Estado que intervenía en un sin números de espacios económicos para apuntalar las actividades privadas y aumentaba su presencia en ramas estratégicas como el acero, los fertilizantes, la investigación tecnológica, en la agricultura, con organismos como Conasupo, Fertimex, Albamex o Banrural. Y ampliaba la seguridad social con organismos como el IMSS, el ISSSTE, etc. En suma, estábamos en el umbral del Estado del Bienestar. Con el llamado “Milagro Mexicano” de los años  60, parecía que México lograba la utopía.
En el plano internacional, la dinámica de la acumulación capitalista estaba fincada en la energía barata, el dólar en su carácter de moneda de curso internacional por los acuerdos de Bretton Woods de la posguerra (1944), la vigencia del Patrón Oro como ancla del sistema financiero mundial y, lo más importante, una economía internacional con elevados crecimientos impulsada por la actividad transformadora de la industria. La acumulación de capital provenía sustancialmente de las actividades productivas, de la cual se desprenden demandas de empleo, maquinaria y materia prima. En los centros desarrollados no había otra temática que la producción, el empleo, las exportaciones y el progreso de los países. El capital financiero (las actividades terciarias) era un apéndice del sector productivo. En síntesis, en la época de la posguerra, que al mismo tiempo fue de la guerra fría, la comunidad mundial vivió tiempos de relativa prosperidad, cuando las naciones subdesarrolladas más avanzadas, con sus crecientes niveles de vida, creyeron que era cuestión de tiempo para brincar al desarrollo. Los países pobres se veían en el espejo de los centros industrializados.
En otro plano, esa forma de concebir la vida social reflejaba un tipo de civilización y un espíritu de la época. Dicho optimismo tenía su origen en una creencia: el progreso infinito y el poder liberador de la ciencia y la tecnología. Sin embargo, ese mundo idílico tuvo un duro despertar a fines de los años70. La crisis mexicana que se inició en esa década tiene como telón de fondo los cambios en las coordenadas del poder económico y político internacional; entre los elementos que definen esos cambios están los siguientes:
1.- El término del patrón oro en 1971
2.- La crisis energética de 1973, que fue parte de un reposicionamiento geopolítico de empresas petroleras y países productores de petróleo.
3.- El auge que por dos décadas registró la economía internacional, aunada a una política expansiva del circulante adoptada por el sistema del banco central norteamericano, llevó a una extraordinaria liquidez del dólar en los circuitos internacionales que empezaron a no tener acomodo en la esfera productiva.
4. Este hecho, a su vez, generó un cambio en las pautas de acumulación de capital. A partir de este momento, el excedente ya no provendría de las actividades de la transformación sino de la esfera de los servicios, y sobre todo, de la especulación financiera, convertida poco a poco en el factor que dictaba la política al sector productivo.
5.- Esa es la razón que explica la política de desregulación financiera que se empezó a aplicar en todo el mundo capitalista, y que nuestras autoridades financieras aplicaron como la panacea
La nueva situación tomó a México en los momentos en que la política sustitutiva de importaciones mostraba sus limitantes por la escasez de divisas, que a estas alturas ya no eran aportadas por la agricultura que entraba en crisis organizacional y productiva. Era evidente que no se trataba de una situación coyuntural, sino de profundo significado estructural. Esto debido a que el crecimiento mexicano no había sido arraigado en la estructura de la producción ni en las instituciones públicas encargadas de diseñarlas y operarlas. Además, no existió propiamente un proyecto industrial y agrícola de largo plazo. La política sustitutiva no estableció prioridades. Sucedió de manera anárquica y a juicio de lo que consideraba la inversión foránea. Privaba la idea de que toda inversión de suyo generaba crecimiento y desarrollo, en automático. La consecuencia de esa política fue que en casi 30 años de política industrial, no se pudo erigir una planta industrial sólida, con fuertes avances en la fabricación de bienes intermedios y de capital.
Como consecuencia, no se amplificó e intensificó la red productiva de donde surgen, desde adentro, la tecnología y los nuevos procesos productivos creadora de bienes y empleos. Al contrario, al terminar los años 70, la proporción de material intermedio y de capital, dentro del total de las importaciones, era prácticamente la misma que en 1950.
Esto quiere decir que lo construido en 30 años fue un aparato deforme y fragmentado; que mucho de la planta fabril mexicana es una extensión de empresas asentadas en el exterior, con lo que eso significa en términos de planeación industrial y divisas.
El resultado es una industria que no tiene la capacidad para exportar, más bien es una consumidora neta de divisas, una industria permanentemente infantil. En otro sentido, las exportaciones mexicanas siguieron estando dominadas por las materias primas, como empezamos a fines del siglo XIX, cuando nos incorporamos al mercado mundial Es decir, reafirmamos nuestra vieja condición de subdesarrollo: somos exportadores mayoritariamente de materias primas. Unas veces son minerales, otras, productos agrícolas, en otras es el  petróleo. Todas con un denominador común: No le ponemos valor agregado que es, en la dinámica social, sinónimo de desarrollo y bienestar. Situación que a la larga, al no evolucionar hacia materiales industriales complejos, le impide edificar una lógica de sustentabilidad industrial, amén de la captación de divisas tan necesarias para compensar la parte deficitaria de su comercio exterior. La brecha de las divisas lleva siempre al estrangulamiento externo, que en nuestro caso se cubre con endeudamiento externo o con la factura petrolera.
TLC desventajoso para México
Por cierto, esa desafortunada condición de vulnerabilidad estructural de la economía mexicana no la modificó, en absoluto, el TLC. Y no tenía porqué hacerlo por cuanto fue un acuerdo que se firmó para beneficiar a 500 empresas transnacionales que exportan a los EUA. No fue para corregir las deformaciones industriales. Sin embargo, nuestra vocación no exportadora se agravó (hablamos de los 80), con las políticas de desmantelamiento del Estado aplicada por los sucesivos gobiernos a partir de 1982. Contrario a nuestras urgencias de rectificación, el gobierno privatizó entidades públicas que resultaban sensibles para la promoción de ramas claves de la economía: acero, fertilizantes, bancos, ferrocarriles, ingenios azucareros, etc. Sin esos organismos de fomento, el Estado no tiene manera de incidir en la dinámica productiva y nadie esperaría que esto se hiciera desde el exterior. En el plano político, al cercenar funciones básicas del proceso económico, también se perdían funciones que le permitían al Estado ser el interlocutor privilegiado con los diversos grupos sociales, en forma destacada el sector campesino por su condición de marginación. En una palabra, el Estado diluye, con su retiro de la escena, su capacidad para conducir los asuntos del país y su calidad de mediador del conflicto social. Con las privatizaciones y el dominio del mercado, el Estado Mexicano dejaba libre la plaza a los actores particulares.
Lo anterior, unido a las condiciones de la economía internacional durante los años 90, dejaba listas las premisas para impulsar una industria de corte eminentemente maquilador. El respaldo ideológico de esa maquilización del país fue aquello de las ventajas comparativas: dedicar esfuerzos  para lo que tenemos vocación. Eso dictaba la corriente que dominó en Europa allá por el siglo XIX, pero rebasada por la tecnología en los años XX. Esa visión de la economía predominaba en nuestras esferas gubernamentales, cuando se afirmaba  que “la mejor política industrial era no tener política industrial”. Es decir, que en lo sucesivo, serían las “fuerzas del mercado” las encargadas de industrializar al país. El “mercado” había sustituido al Estado en tan importante tarea. Esa política de la no política, ya vimos a dónde nos ha llevado. En la realidad no se trató de un diseño industrial sino de la imposición de una ideología.
Empresas mexicanas a remate
Desde que el Estado Mexicano abdicó de su responsabilidad (años 80) de ser el promotor del desarrollo industrial y agrícola, le dejó la puerta abierta al capital extranjero para establecerse en la rama productiva de su preferencia, en razón de que el Estado ya no tenía prioridades en la materia. Fue así como el capital foráneo adquirió cuanta empresa quiso en el país, muchas veces a precios de remate. Con el agregado de que la inversión extranjera nunca ha tenido como propósito industrializar a ningún país. Más bien, en la inmediata posguerra acomodó la política sustitutiva a sus intereses, aunque el gobierno y las cúpulas industriales pensaran que nos encaminaban al fortalecimiento industrial. La realidad nos dice que de 1950-1980 se montó una estructura productiva desarticulada y altamente dependiente del exterior,  sin la capacidad para generar crecimiento desde resortes internos. Estamos, pues, ante un aparato industrial que no tiene columna vertebral sobre la cual pueda caminar por sí mismo.
La clase empresarial
La industrialización trunca de México (término que se puede extender a toda la América Latina en su calidad de excolonias), tiene otra de sus explicaciones, en las características que fueron adquiriendo los grupos empresariales dentro del proceso de industrialización y de la evolución de la sociedad mexicana. La formación de una clase empresarial, en cualquier país, es una de las condiciones esenciales que permiten a una nación no sólo edificar una planta productiva que dinamice las fuerzas productivas y sociales, sino, lo más trascendente, que esa clase pueda comandar la formación de un verdadero Estado Nacional, que implica un marco constitucional y un sistema de leyes acatables por todos los actores sociales. Es la primera condición para su viabilidad.
El proceso mexicano de formación, que comprende los 300 años de coloniaje y el primer siglo de vida independiente, no cimentó ni la cultura empresarial ni la creación de ese homus económicus que es el abanderado de toda modernización productiva. Por esa razón, al empezar el llamado proceso de industrialización de la posguerra (primera vez que sucedía en la historia del país), encontró a un empresariado (si así se puede llamar) ubicado en ramas de poco arrastre económico, sin experiencia ni la visión en los grandes proyectos empresariales, sin arraigo productiva y mentalmente a su tierra, frugal y emprendedor del que hablaba Schumpeter. No existía a esas alturas del siglo XX el empresariado que tuviera en mente al país. Los grupos de empresarios que se “colgaron” del industrialismo fueron los que, a falta de fuerza e iniciativa, se refugiaron cómodinamente en los favores del Estado.
Empresarios a la sombra del Estado
Desafortunadamente, la “clase” empresarial, históricamente, no tiene su origen en el mundo productivo. No se fue haciendo y creciendo en la experiencia industrial a través del tiempo como lo hicieron los empresarios de los centros desarrollados. Los empresarios de cierta cuantía se forjaron a la sombra del Estado en el tráfico de influencias. Cuando no sucedió así, tomaron el camino fácil de aquello que en su momento el presidente Ruiz Cortines denominó atinadamente “prestanombrismo”.
Calificativo que no es otra cosa que aquella actitud del de prestar su nombre para gestionar intereses extranjeros, de los cuales en todo momento son sus voceros. Lo anterior revela que la fragmentación de la base productiva nacional se corresponde, en lo social y político, con grupos empresariales carentes de identidad empresarial. Esto conlleva a la falta de cohesión hacia adentro de la sociedad por cuanto no tiene  arraigo en la estructura productiva.
En cuanto a representatividad, es el hilo conductor del dominio de aquellas fracciones dominantes ligadas a intereses del exterior. Por lo mismo, dichos empresarios, como clase, están distantes de los pequeños y medianos empresarios y les hace perder la perspectiva nacional. Ellos no son los mejores aliados para levantar desde abajo una planta industrial. No son los empresarios que se originan y cumplen los periodos históricos en el desarrollo industrial de una nación. Esas etapas empiezan en la transformación de todo tipo de materias primas incluyendo la agricultura y el material intermedio hasta llegar a los bienes complejos. En todo este largo camino productivo se forma una pedagogía y toda una cultura de la creación productiva. Además, en dicha evolución, se profundizan las cadenas productivas que al final forman la red industrial de una sociedad. Pero tal cosa no sucede de la noche a la mañana.
Una de tantas consecuencias negativas que tiene la ausencia empresarial en las labores productivas de una sociedad, están referidas al hecho de que el sector productivo de la economía mexicana no está cumpliendo con su responsabilidad de generar  empleos, tecnología y nuevas cadenas productivas. Ese rol, a falta de otro actor que lo lleve a cabo, lo desarrolla el Estado. Y aquí empiezan los grandes dilemas. En 1833, el doctor José María Luís Mora, el eminente liberal de la primera hora, se quejaba de que en México privaba la “empleomanía”. Es decir, señalaba la vieja costumbre de los mexicanos de buscar empleo en el gobierno en lugar de en los sectores productivos.
Precisamente aquí radica una de las grandes deficiencias de la estructura nacional. La causa: la sociedad mexicana nunca se involucró en la tarea de la transformación de las materias primas. Tanto los aztecas como los españoles (la mayor parte extremeños del sur de España), nos heredaron la vocación por el comercio, en tanto que la Colonia, con su señoritismo medieval y su paso de noche por las actividades fabriles del norte de Europa, nos instruía en la venta de los puestos más redituables de la administración colonial. Tal es la razón de por qué, en nuestros países, el Estado no tiene sustituto prácticamente en ningún espacio de la vida pública. Sin tradición productiva, la clase empresarial que se fue formando en el transcurso de los siglos se ubicó preferentemente en el comercio. O sea, en áreas intrascendentes desde el punto de vista productivo. Se ubicaron en el espacio mercantil descrito por don Miguel de Unamuno para el caso de España. Respecto de los procesos de creación tecnológica, el viejo vasco afirmó, colérico: “Que inventen ellos”. Así se desembarazaba España de una responsabilidad productiva. Y en México renace la vieja conducta unamuniana: “Que inventen ellos”.