La caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, que separaba a las llamadas República Federal Alemana y la Democrática Alemana, no sólo fue un motivo de festejo, cuya destrucción, además de reunificar familias y amigos, marcó el hito histórico de la caída del socialismo realmente existente. Tema para otra ocasión.
Sin embargo, el triunfo occidental no fue sólo la epopeya y la fiesta. No hay nada más difícil que el triunfo. Nada más imponente, es entonces cuando el guerrero o estratega debe demostrar si de verdad estaba hecho para la construcción o reconstrucción, o sólo para la destrucción y la ebriedad de la victoria. Hablo de las guerras, aunque no dejan de ser muy parecidas a las elecciones.
Nicolás Maquiavelo en su libro El arte de la Guerra (homónimo del de Sun Tzu) habla en un pasaje de los bemoles de la victoria; es preciso no descuidarse en ella, dice, pues cuando el victorioso se pierde en un festejo excesivo, el enemigo puede recomponerse y arremeter con la desesperación de quien está entre la vida y la muerte. Y la victoria, que tanto trabajo, recursos y vidas costara se torna una triste derrota.
Alemania, cuna de grandes pensadores que han construido la cultura universal, entre tantos de ellos Carlos Marx y Federico Nietzsche, no se dejó avasallar con aquel hecho histórico de 1989. La reunificación de las dos Alemanias además de alegrías trajo problemas. La Democrática con graves rezagos afectó de inmediato a la nueva Alemania.
Pero como los Alemanes saben, con Nietzsche, que “Sólo la máxima dureza puede triunfar”, no se embriagaron en la victoria. Iniciaron un estudio sobre lo que consideraron su mayor problema, el que los podía dejar atrás de todas las naciones europeas: la educación, de donde se derivan competitividad, productividad, desarrollo. No pueden mejorarse estas tres últimas sin mejorar antes la primera, no nos engañemos.
Aterrados, los alemanes vieron como estaban debajo de los índices educativos de Europa, y convocaron entonces a sus mejores pedagogos y educadores. No hubo escamoteo de recursos, se trataba de la viabilidad de su nación. Las reformas educativas fueron radicales, así como el uso de tecnologías y lo que fuera necesario. Los tiempos de clases en las escuelas crecieron hasta en ocho horas diarias, así como las exigencias para ser docente, no cualquiera, no como en otras partes.
Los resultados fueron, por supuesto, exitosos, en 10 años habían recuperado su puesto principal entre las naciones europeas. Aunque en lo general este desarrollo educativo fue ascendente, en los últimos años empezó a presentar problemas por la excesiva rudeza con los educandos.
Pero si no hay estrategia ni dureza, no hay mucho que avanzar. No hace falta argumentar demasiado para concluir que el más grande problema de la historia moderna de Oaxaca es la pésima educación de hoy, y que el actual servicio educativo es más un obstáculo, un estorbo para el desarrollo de Oaxaca que un aliado de su emancipación. Y dejar que esta dinámica destructiva e incivilizada continúe, dejar que las mismas prácticas de todos los gobiernos anteriores, de cooptación y corrupción de líderes sindicales del magisterio persista, es capitular de las promesas de cambio.
Una de las mentes “Más brillantes de Oaxaca” acaba de escribir con una pasmosa ingenuidad o cinismo que es muy grave que el 97 por ciento de los recursos de la educación en Oaxaca se gasten en pago de nóminas, y sugiere que hay que revisar esas cifras para hacer más equilibrado el uso de esos recursos.
Pero si desde hace mucho se sabe que no son ni los 70, 80 o los 90 mil profesores que ahora se manejan en los medios informativos los realmente existentes, sino que muchos cobran dos o tres y hasta cuatro plazas, por supuesto sin devengar el salario pues ¿acaso les alcanzaría el tiempo? Además de bonos de productividad (¡!), sobresueldos y un largo etcétera.
Lo que se tiene que hacer es despedir y enjuiciar a todos los que han contribuido a la debacle educativa del estado desde las altas posiciones burocráticas del IEEPO, así como a la camarilla que tiene 20 años de medrar en ella, de común acuerdo con las sucesivas dirigencias sindicales, a costa de la indigencia educativa del pueblo. Y algo más: cumplir con colocar al frente del Instituto a un profesional de la educación que no le tiemble la mano, que con solvencia moral e intelectual, sin titubeos ni balbuceos, se ponga a enderezar y limpiar esa sucia nave.