Dos gringuitas maduronas de buen ver y con partes muy buenas aún, se mudaron a Oaxaca huyendo de su gélido país. Felices querían conocer todo, supieron que en la Sierra vendían árboles de navidad vivos y fueron hacia allá. En el camino se les ponchó una llanta y no traían gato. Tardaron en aparecer dos campesinos a quienes pidieron auxilio.
Los paisanos se las ingeniaron para levantar el carro y colocar la llanta de refacción. Muy agradecidas las gringuitas les dijeron “Pedirnos lo que quieran”. Como los dos hombres se codearon nerviosos, se dieron cuenta que se habían excedido en su agradecimiento. Y así fue, ellos les señalaron con la mirada la parte central de sus cuerpos.
— Estar bien —dijo una— les daremos eso.
— Sólo juren que ustedes no quitárselo nunca, dijo la otra extendiéndoles un par de condones.
Pasó una semana cuando los serranos coincidieron de nuevo en el lugar de los sabrosos hechos.
— Compadre, creo que aunque se enojen las gringuitas ya me voy a quitar ese hulito.
— Yo también compadre, ya huele re feo.
Un negro calvo
Cansados y acalorados, dos periodistas que cubrían el Encuentro de Pueblos Afromexicanos salieron en busca de un lugar donde refrescarse. Para ello nada mejor que una cantina con cervezas heladas, claro está.
Les indicaron que cerca de ahí había una. Efectivamente, contaba con un amplio patio donde un grupo de negros de la Costa les ganaron a refrescarse.
Al ver a Bruno Moreno Yasse, tan negro como ellos le preguntaron.
— ¿De dónde eres, compadre?
—Soy cosmopolita, respondió.
—¡Ah chinga! —reviró el negro costeño— sólo en esos lugares que uno no conoce puede haber negros calvos.