En una comunidad muy alejada de la capital, donde todavía no llegaban los conflictos de la Sección 22 contra la 59 en su cruzada por “rescatar” los planteles de los que se creen dueños, como si de verdad los usaran para enseñar a quienes mantienen en último lugar de educación, trabajaba el profesor Samael, encargado de la única escuela, quien, a pesar de que llegaba el martes y se iba el jueves, se preocupaba por sus escasos alumnos.
Un día notó que uno de los pequeños no asistía a clases; preguntó por él y le informaron que se hallaba enfermo. Solícito acudió al humilde jacal del infante y pasó a su lecho. El maestro Samael (a quien también le fascinaba escribir en los periódicos) se percató de que el tono de la piel del enfermo era de un gris verduzco, como el de un cadáver. Asustado, usando su teléfono celular llamó a Servicios de Salud de Oaxaca, que de inmediato envió un helicóptero que transportó al insufrible “Doctor muerte”, Arthur Muxía .
El galeno de la UABJO auscultó al pequeño. No sintió el pulso ni los latidos cardiacos, por lo que sentenció imperturbable:
—Lo siento, ¡este niño está perfectamente muerto!
El infante, haciendo un esfuerzo sobrehumano, trató de incorporarse y dijo con un hilo de voz:
—¡No estoy muerto! ¡No estoy muerto!
— ¡Cállate, chamaco zonzo! ¿Tú sabes más que el doctor?— lo regañó el encabronado profe.