Belcebú Santos, presidente istmeño famoso por su problema de Alzheimer (no recordaba dónde dejaba el dinero del pueblo), había asistido a un congreso de bautistas en la zona de Mixteca. Después de la reunión de los hijos de Dios, el profesor de la 22, abordó su lujosa camioneta y, buscando un atajo, tomó un camino equivocado de regreso a la nación del Istmo.
Después de dar muchas vueltas por caminos vecinales, sin hallar ni un campesino (todos habían venido a la capital apoyar a Gabino Cué), consumió toda la gasolina, por lo que angustiado ante el desierto mixteco, se sentó a un lado de la camioneta cubriéndose del sol inclemente
Un poco después acertó a pasar por el lugar una hermosa monja de la orden de las Capuchinas Frappé, quien montaba un humilde borrico. Belcebú Santos la detuvo y apeló a los sentimientos samaritanos de la religiosa para que lo llevara a un lugar civilizado. La monja accedió y Belcebú se montó en el asno tras ella, que gimió ante el peso (el edil siempre carga cien centenarios pa’ lo que se ofrezca).
No había transcurrido ni media hora de camino cuando, sin avisar, el borrico cayó al suelo, como dicen que caen los fulminados por un rayó. Pasado el susto, la joven religiosa y el tramposo, se sentaron en una roca plana bajo un gran mezquite, no muy lejos del asno. Platicaron de varios temas y, ya en confianza, el profesor le dijo que él nunca había visto los pechos de una mujer, y que sería muy feliz y de gran bondad para ella si le permitiera ver los suyos. La monja titubeó unos instantes y, abriendo su traje, le enseño sus enormes y bellos senos, al tiempo que le decía que ella tampoco había visto un sexo masculino.
Ni tardo ni perezoso, Belcebú se bajó los pantalones y le mostró el suyo y la animó a que lo agarrara. La Capuchina lo hizo, lo cual casi colmó la lujuria de Belcebú, quien le su surró emocionado:
—¿Sabes que si yo la meto puedo dar vida?
La monja sonrió ampliamente y le dijo contenta:
—¡Pues métesela al burro pa’ pode irnos de aquí, wey!
Después de dar muchas vueltas por caminos vecinales, sin hallar ni un campesino (todos habían venido a la capital apoyar a Gabino Cué), consumió toda la gasolina, por lo que angustiado ante el desierto mixteco, se sentó a un lado de la camioneta cubriéndose del sol inclemente
Un poco después acertó a pasar por el lugar una hermosa monja de la orden de las Capuchinas Frappé, quien montaba un humilde borrico. Belcebú Santos la detuvo y apeló a los sentimientos samaritanos de la religiosa para que lo llevara a un lugar civilizado. La monja accedió y Belcebú se montó en el asno tras ella, que gimió ante el peso (el edil siempre carga cien centenarios pa’ lo que se ofrezca).
No había transcurrido ni media hora de camino cuando, sin avisar, el borrico cayó al suelo, como dicen que caen los fulminados por un rayó. Pasado el susto, la joven religiosa y el tramposo, se sentaron en una roca plana bajo un gran mezquite, no muy lejos del asno. Platicaron de varios temas y, ya en confianza, el profesor le dijo que él nunca había visto los pechos de una mujer, y que sería muy feliz y de gran bondad para ella si le permitiera ver los suyos. La monja titubeó unos instantes y, abriendo su traje, le enseño sus enormes y bellos senos, al tiempo que le decía que ella tampoco había visto un sexo masculino.
Ni tardo ni perezoso, Belcebú se bajó los pantalones y le mostró el suyo y la animó a que lo agarrara. La Capuchina lo hizo, lo cual casi colmó la lujuria de Belcebú, quien le su surró emocionado:
—¿Sabes que si yo la meto puedo dar vida?
La monja sonrió ampliamente y le dijo contenta:
—¡Pues métesela al burro pa’ pode irnos de aquí, wey!