El presidente de Salina Baches, Hector Burrecil, quería dejar constancia de su paso por la alcaldía de los salinabachienses, por lo que le pidió al gobernador Odiseo Castro Ruz que le otorgara dinero para hacer una estatua a la entrada del puerto (de paso se carrancearía una lanita pa’ su vejez). Le iba a exigir a su compadre y cómplice Girán Cadavera que esta obra la hiciera con buenos materiales para que no se cayera como la de los cuatro carriles que construyó y se le cayeron tres veces.
—Mire mi gober —le decía a Odiseo—. Se va a ver bien chida la estatua de una sirena del mar, con su chichis al aire, ¿no jefe? Nomás deme siete millones y mi compadre Girán la hace barata.
El gobernador miraba pensativo el espacio que Burrecil le señalaba. Entrecerró los ojos y le externó.
—Tienes razón, ahí se vería bien un monumento.
Héctor, se quedó frustrado, sintió que su sueño se esfumaba, pero dijo obsequioso:
—Gueno, chif, pero… encima del monumento ponemos la sirena, ¿no?
—Mire mi gober —le decía a Odiseo—. Se va a ver bien chida la estatua de una sirena del mar, con su chichis al aire, ¿no jefe? Nomás deme siete millones y mi compadre Girán la hace barata.
El gobernador miraba pensativo el espacio que Burrecil le señalaba. Entrecerró los ojos y le externó.
—Tienes razón, ahí se vería bien un monumento.
Héctor, se quedó frustrado, sintió que su sueño se esfumaba, pero dijo obsequioso:
—Gueno, chif, pero… encima del monumento ponemos la sirena, ¿no?