Cuando Héctor Burrecil era joven, su familia era muy pobre. Ya un poco mayor (mucho antes de ser dueño de negocios y de incursionar en la política), con esfuerzos pudo comprar un carro viejísimo que se veía peor porque nunca lo lavaba.
Un día, con varios amigos, entre ellos Girán Cadavera, se fueron a tomar una chelas a Las Salinas del Marqués (sin “z”, por favor). Ya cerca de la cantina, Burrecil estacionó su carcacha; sus amigos bajaron y se dirigieron al antro. Héctor tardaba, por lo que Girán Cadavera regresó a buscarlo y lo halló muy concentrado en poner gruesas cadenas con candados alrededor de aquella ruina de auto.
—¡No mames Burrecil! —increpó Girán —¿¡quién madres se va a robar este piche carro viejo!?
—No eso wey —dijo muy apenado el futuro presidente de Salinabaches—. Es que como está tan viejo, ¡algunos cabrones lo agarran pa’ ca…labacear!
Un día, con varios amigos, entre ellos Girán Cadavera, se fueron a tomar una chelas a Las Salinas del Marqués (sin “z”, por favor). Ya cerca de la cantina, Burrecil estacionó su carcacha; sus amigos bajaron y se dirigieron al antro. Héctor tardaba, por lo que Girán Cadavera regresó a buscarlo y lo halló muy concentrado en poner gruesas cadenas con candados alrededor de aquella ruina de auto.
—¡No mames Burrecil! —increpó Girán —¿¡quién madres se va a robar este piche carro viejo!?
—No eso wey —dijo muy apenado el futuro presidente de Salinabaches—. Es que como está tan viejo, ¡algunos cabrones lo agarran pa’ ca…labacear!