Una afanosa muchacha, resuelta y grácil, de un solariego y blasonado pueblecito de la Mixtura logró los afectos de un viejo Comandante que habían mandado de la capital a poner orden entre los rebeldes de la provincia. Era ella por demás perspicaz y osada. Le gustó la política y la hizo su pasión. Fue de las pocas personas visionarias que desde entonces se percataron que no había mejor carrera por aquellos lares que la política, por eso no le importó truncar sus estudios que con esfuerzo le prodigaban sus padres.
Hay que admitir que para la gente de los pequeños pueblos estudiar es doblemente duro, tanto por la tiranía que significa no estar habituado a sentarse frente a los libros, como porque tienen que caminar y caminar cada vez más lejos en la medida en que avanzan en sus grados de estudios. En el pueblo hay primaria, en otro cercano secundaria, la preparatoria en uno lejano y carrera hasta la capital. Era más fácil tener títulos que estudiar. Para aquella gente pragmática siempre fue mejor hacer carrera en el Partido hasta llegar a la presidencia municipal donde se gana más dinero que como doctor o ingeniero, incluso más que como profesor. Pero si la pasión era mucha, hasta podían ser diputadas o diputados, senadoras o senadores.
Por eso cuando los padres de la afanosa muchacha vieron que andaba de cabecilla de partidos, de grupos políticos y de lo que se le pusiera enfrente siempre y cuando dejara dinero, decidieron ofrecerle un consejo visionario:
-Mi´ja, vaya a terminar la escuela.
La muchacha atendió de inmediato la recomendación, se vistió con sus mejores galas que le mandaban sus hermanos de Estados Unidos y salió presurosa. Al regresar gritó feliz la buena nueva que traía para despreocupar a sus progenitores.
-Padres no hay necesidad de terminar la escuela, la escuela ya está terminada, la acaba de inaugurar mi gobernador, hasta me puso en la mesa de honor.