La violencia se enseñorea en Oaxaca. A la reactivación de los asesinatos en la región triqui, se sumó la muerte de Heriberto Pazos, fundador y principal dirigente del MULT-PUP. A la eliminación física que en los últimos años se ha hecho de los dirigentes del movimiento campesino y urbano en Tuxtepec: Miguel Herrera Lara (ex diputado y expresidente de Cosolapa); César Toimil Roberts (CROCUT), Margarito Montes Parra (UGOCEP), se añade ahora el asesinato de Catarino Torres Pereda del CODECI.
No son las únicas víctimas de esta oleada de violencia. Tan sólo en los últimos meses murieron asesinados Antonio Jiménez Baños, presidente municipal electo de Mártires de Tacubaya, en la Costa oaxaqueña; el edil de San José del Progreso, Oscar Venancio Ribera, en los Valles Centrales; el fundador del MULT-I, varios de sus militantes y dirigentes medios de la UBISORT; el dirigente sindical Tomás Matus; y un largo etcétera de víctimas vinculadas con procesos de organización social, partidaria o políticos.
A esos asesinatos, se han de sumar la ejecución de personajes cuestionados por el uso también de la violencia en la defensa de interesas facciosos o por sus excesos en el poder que eventualmente tuvieron. Como antes los ex jefes policíacos Alejandro Barrita, Aristeo López y Ricardo Rodríguez “El Gigio”, ahora dos porros universitarios: Rubén Marmolejo “El Dragón” y Alejandro Nuñez “El Perro”, fueron ultimados a balazos a medio día y en pleno Centro Histórico de la capital oaxaqueña.
Y las autoridades, responsables de garantizar la seguridad pública, así como de perseguir y castigar los delitos, permanecen como meros espectadores de estos hechos criminales, a los que no atinan sino a explicar: “es que así se arreglan las cosas en Oaxaca”. En algo tienen razón, en mucho este clima de violencia deriva de la impunidad. Las decenas de asesinatos con tintes evidentemente políticos ocurridos a lo largo del sexenio que fenece, permanecen impunes; antes, más bien la violencia es tolerada cuando no prohijada por quienes se supone son los encargados de evitarla. No se ha encontrado a los culpables, menos hay posibilidades de castigarlos.
Por eso se continúan “arreglando” violentamente las diferencias que en cualquier estado democrático se canalizarían por las vías institucionales, se aplicaría justicia y se garantizaría la seguridad de los ciudadanos. Como no es así, en pleno siglo XXI, la historia contemporánea de Oaxaca se sigue escribiendo en la nota roja de los periódicos.